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  • Foto del escritorLeonor Antón

Níveo

Actualizado: 28 mar 2020

· Reflexiones en un libro blanco (en abierto) durante la Pandemia 2020 ·


Introducción

Me sorprendo a mí misma escribiendo en un libro albino. Algo nuevo y puro. Níveo.

La corteza nácar de vuestros rostros y manos será ilustrada en él con detalles inusuales.

Empezaremos por la Tierra Blanca idéntica al anhelo de calma.

He aquí mi intención como remordimiento; desde los confines más oscuros donde la fiera abisal pernocta hasta la punta de la rama más alta donde las aves del cielo anidan, el regreso a un punto insólito no es como despertar de una siesta larga, puede que os dé pesadez en el cuerpo pero no os quedarán ganas de seguir durmiendo. Lo único que se quiere y ansía es comenzar de una vez y andar por el nuevo mundo. 

Nada ni nadie en esta tierra inusitada volverá a ser lo mismo.  Dale tan sólo unos segundos de vida a nuestro planeta con el ser humano escondido en madrigueras para que la naturaleza recupere lo que es suyo por legitimidad y descubriremos en dicha recesión cómo la flora y la fauna se apoderan de las calles de los hombres en pocos y frágiles segundos.  Comprended con tal solemnidad nuestro impacto como especie.

Comprended de una vez que no éramos equilibrio sino supremacía injusta.  Vieja tierra mancillada como un cuerpo sometido a un terrible virus. Curioso el símil de pandemia con el del ser humano como autoritarismo.

Sentaos pues conmigo sobre la greda húmeda

y pensemos seriamente si habitar o no las lunas y sojuzgar a otros astros.


"Un poeta debe ser más útil que ningún ciudadano de su tribu".

Seguimos afincados entre cuatro paredes, la cuarentena se prolonga. Mientras tomamos postura ante nuestro propio consejo

los perezosos retoman la palabra para adoctrinar a los más influenciables,

permítanles pensar libremente,

daremos así siempre gracias por haber nacido en un mundo libre.

Aquí, es el momento de citar a José Ángel Valente: “un poeta debe ser más útil que ningún ciudadano de su tribu”. Asumo que debo utilizar todo el poder de la palabra y ser como el espejo del Faro de Alejandría.

Continuaremos por la olvidada vulnerabilidad de la especie humana. Parece justo que la casa donde habitamos nos dé respuesta de vez en cuando ante sus propias lesiones. No importa porque olvidamos fácilmente. Lo más característico de la vida es que todo es cíclico. Todo se expande y retrae. Se aleja y acerca. Sucede, reposa, sucede y descansa. Vuelve a ocurrir. Y lo más característico del ser humano es que se alerta en esta generación y en la siguiente se olvida. Nosotros también somos cíclicos como especie. En cada nueva era de los hombres hemos reseteado los sentimientos de la anterior, aunque la conozcamos por haberla estudiado en los libros y transmitido de abuelos a nietos. Parece que no aprendemos. Parece que olvidamos una y otra vez, en bucle, nuestra vulnerabilidad como especie. De paso, aprovecho el poder que tiene el género en la lírica para añadir las ansias que tengo de ver la nueva era de las mujeres.

Continuemos con las repeticiones.

Llega un final tras los ciclos de la vida, en él tarde o temprano una clase y un orden perecen. ¿Cuál sería entonces el camino acordado para la supervivencia? ¿Destruir la estructura que nos sujeta? ¿O coexistir junto a ella en un precioso palacio de roca como lo hacen las algas diminutas y un coral?

Debéis tener paciencia. Llegaremos a una conclusión tarde o temprano. Ahora, quizá, sea el mejor momento de pensar seriamente sobre el individualismo y sus futuras carencias. Miradnos ahora, encerrados en nuestros hogares día tras noche y conociendo a través de las paredes por primera vez el nombre de nuestros vecinos. La hermandad entre las rocas convierte a un muro más resistente ante el empuje bravo de la riada, indudablemente. Las piedras sueltas de una explanada se irán rodando siendo arrastradas sin manos ni pies con los que poder frenarse. Separándose hasta la tristeza sin remedio. La idea de ser más feliz luchando únicamente por uno mismo resulta atractiva porque la apuesta es mínima. La idea de ser más feliz luchando por todos y todo lo que nos rodea se inclina por un concepto agotador y vetusto. Lo arcaico no atrae porque ya no nos sirve. No existe nada más importante que amar y ser amado, no me cansaré de repetirlo. No se existe si no se ama y se es amado. Es pura lógica. No se trata de cuánto puedes crecer por y para ti mismo, sino de cuánto puedes ofrecer al mundo. Si fuera posible medirse el ofrecimiento como hacemos con el tiempo sabríamos a ciencia cierta que la cantidad de ofrendas van intrínsecamente ligadas a la grandeza, a menudo confundida por falsos ídolos. La aportación al mundo es el único sistema de medida. La auténtica grandeza puede hallarse en el más ínfimo de los buenos gestos. No hay que creer que la aportación al mundo debe ser algo colosal y que acabe en los libros de historia. Un acto sutil de generosidad supone ya una ofrenda.

Un comportamiento típico del individualismo se caracteriza por pensar en vivir frenéticamente pensando como si fuéramos invencibles. Ser únicos y especiales dicen que es lo mejor. No hay únicos ni nadie es especial, sólo se es cuando se está solo y en tal caso ya no importa. Las únicas diferencias entre unas personas y otras, independientemente del talento, la virtud y los dones, son básicamente su nivel de dolor, su grado de envidia y su número de miedos. Cuando existe un enorme desequilibrio en esos tres puntos el individualismo crece y se fragmentan los lazos entre nosotros. Respondeos a vosotros mismos estas preguntas que os formulo, ¿debe acaso un ser humano estar por encima de otro? ¿Podemos estar sentados todos a una mesa y comer de un gran banquete a la misma altura? ¿Convivir es posible? E incluso me tomaré la licencia de ir un paso más allá ante lo que considera nuestra generación una herejía antiinvidivualista, ¿no os parece precioso ayudarnos los unos a los otros?

El individualismo solo tendría cabida y sentido ante nuestras decisiones cuando uno mismo fuera el único damnificado tras sus propios actos. Y tal gesto equivale a una conciencia colectivista.

Podemos ir introduciéndonos ya en la responsabilidad como seres, más adelante hablaremos del disparado consumo de pornografía durante la cuarentena y en la sexualización generalizada y brutal que oprime al género femenino. Prepararse.


Responsabilidad como seres

Somos la única especie terrestre con capacidad de retrospección, entre otras muchas facultades. Pues menudo fracaso absoluto.

En algo que al fin parece que nos pone a todos de acuerdo parece el “señoras y señores esto es una pandemia que nos afecta a cada uno de nosotros”. Aparentemente el mensaje cala, pero no es cierto. La pandemia vuelve a dividirnos como estamos acostumbrados en dos bandos, los que piensan que todos debemos estar en casa y los que subestiman el suceso saltándose la cuarentena con impunidad. Es curiosa la estupidez humana que duplica las cifras de multados sobre los infectados, teniendo en cuenta que las listas de unos y otros se multiplican cada día. Además, crea de nuevo una brecha entre unos y otros al generar rechazo e incluso despierta el odio entre ambos bandos. Los que cumplen a rajatabla la alerta consideran que los otros no tienen respeto ni sentimiento de culpa, además de una carencia enorme de responsabilidad, frente a los otros que piensan que por sus pequeños gestos no hacen daño a nadie y que los otros serios son demasiado dramáticos. El problema general de la sociedad es subestimar los pequeños gestos. Si el individuo piensa que por lanzar una rueda al estanque no tiene repercusión es porque no ha considerado qué sucedería si lo hicieran un millón de personas. La colaboración sincronizada típica de un hormiguero es fundamental para su propio funcionamiento. El sistema colaborativo y empático en el ser humano también. Tal vez sea una cuestión de especies, aunque a la nuestra la autoproclamamos la más inteligente de este planeta. Permítanme ponerlo en duda. La evolución humana parece intrínsecamente ligada a su capacidad destructiva. El primitivo era capaz de alimentarse, protegerse de las adversidades climatológicas, crear el sentimiento de comunidad y, sin embargo, coexistir con su entorno sin conllevar la más mínima modificación ni mucho menos su propia devastación. Y yo me pregunto si existe una manera de equilibrar nuestro bienestar con el de la supervivencia del planeta. Evidentemente no. Tal hecho además es irreversible. El ser humano no renunciará a sus comodidades. No hay que ser muy inteligente para poder hacer cálculos, por ejemplo, si vives en una isla donde hay cien árboles frutales de los que obtienes alimento y madera, y talas exactamente cien árboles para construir una casa, ¿qué te depara después? Primero un campo yermo y baldío que no da fruto, y después el punto de inflexión. Necesitarás árboles para seguir alimentándote y tener madera para calentar la casa que construiste, quizá debas replantearte el grado de daño y realizar un acto responsable. Equilibrio. ¿El equilibrio es posible?

La historia de la humanidad nos demuestra nuevamente que no. Quiero pensar que alguna vez escarmentaremos pero desde el odio entre vecinos de frontera, hasta la rivalidad entre barrios conexos, o entre razas, géneros e ideologías, hace que parezca imposible. No puede existir equilibrio con aquello que nos rodea si no lo hay con nosotros mismos. No puede haber nada construido desde un pensamiento de odio.


Acabamos de cumplir once días de cuarentena, el desconcierto empieza a ser general.

Y las emociones alternan por el caos. La única manera de sobrevivir psicológicamente a esta situación depende de nuestra cohesión social y, sobre todo, de anteponer la lógica del razonamiento ante el caos. Pensar. Asumir. Asimilar.

Desgraciadamente no se puede pedir a una sociedad acostumbrada a no ejercer sus ideas propias en su día a día a que de repente piense por sí misma. Iremos pues dando palos de ciego. Todas las ideas y conceptos adquiridos en las últimas décadas, sobre todo en la última y más tecnológica de la historia han sido adquiridas por todos bajo la influencia repetitiva mediante fogonazos de estímulos, nuestra responsabilidad como seres se ve eclipsada por luces de neón, pastillas del sueño, la sexualización general, la violencia, la anulación del pensamiento propio y los amados píxeles donde todo es tal y como fantaseamos. Queremos para nosotros exactamente esa irrealidad. Hay demasiado ruido en nuestras cabezas y tampoco nos apetece cambiar tal hecho. ¿Cómo reacciona el ser humano cuando su tren cambia inesperadamente de vía?

Por venir todavía quedan los brotes de ansiedad, la incertidumbre y la rabia.

Mientras, fuera está muriendo gente amontonados en Ifema y el crematorio de Madrid funcionando veinticuatro horas al día.

Comprendo enseguida el tiempo que estaré sin poder tocar a otra persona.


Asumir un hecho como el de una Pandemia y sus consecuencias

Cuanto más me adentro en estas reflexiones obligadas durante el estado de alarma a causa de la gran pandemia de nuestro tiempo, más me doy cuenta de la necesidad que tengo de compartir mi vida. Desconozco en qué formato, si una novia o un novio, si un amigo o una amiga, si una hija o un hijo, simplemente asumo el deseo de afrontar mi tiempo con alguien bueno e inteligente, capaz de acompañarme en la curiosidad de la vida. Sin nudo ni ancla, desde el amor y la libertad. Cuando todo esto termine, porque lo hará como así ha sido siempre, y comenzaré a caminar en una dirección nueva. Así funcionan en mí los cataclismos.


Ahora nuestra comunicación cambia por completo y se centra en la charla a distancia, los diálogos con unos y otros se vuelven genéricos y repetitivos. No hay mucha novedad porque prácticamente nada sucede dentro de una casa, al parecer, y lo único que cambia constantemente es la información diaria sobre la pandemia. Además, somos como los participantes de un funeral masivo donde todos los presentes hemos perdido a alguien en un accidente aéreo. No era esperado, de repente la vida de una sociedad al completo se ve igualada en la frenada en seco, en esta igualdad siguen habiendo clases y castas, no afecta el virus de la misma manera de una clase a otra, psicológicamente hablando, depende de dónde, cómo y con quién te pilló la cuarentena. Algunos en el núcleo familiar habitual, otros completamente solos. En ambos casos la desesperación puede hacerse palpable tarde o temprano. El virus nos iguala porque a todos nos han detenido en seco durante el cabalgar de la vida. Lo único que avanza es el número de contagios y de fallecidos. Todos teníamos un curso, un negocio o un proyecto entre manos, una rutina y aspiraciones o mellas a solucionar, relaciones sentimentales y familiares. Ahora nos lo han quitado con un chasquear de dedos al explotar el avión contra el suelo. Asumir tal hecho requiere de diferentes fases, en un principio la falta de asimilación de la pandemia y la ya mencionada nuestra vulnerabilidad como seres, hace que vivamos los primeros días como algo divertido e incluso emocionante, bienvenida la novedad, porque parece que así lo llevaremos más ameno. Surge un aluvión de movimientos originales y gratuitos para seguir sintiéndonos vivos desde el salón de nuestras casas, pronto esos recursos en pijama y limitados escasearán por mero aburrimiento, sobre todo en una sociedad tan adicta al estímulo. Aceleradamente se disipará esa euforia semejante al irte de retiro durante unas breves vacaciones de dos semanas. Volvemos a fragmentarnos en dos vertientes en el pensamiento, los que creen que en un mes todo habrá acabado sin tener en cuenta el crecimiento exponencial de los infectados y los que empiezan a hacer cuentas sin ser matemáticos hasta darse cuenta que la única esperanza es una vacuna porque nada de lo que sucede acabará en menos de seis meses. Entre nueve y seis meses sería el tiempo mínimo necesario para inventar una vacuna, y sería un hecho sin precedentes en la historia. El pensamiento cínicamente esperanzador choca de frente con el negativo realista, pero no se vaga entre ellos intermitentemente. Es necesario asumir con prontitud la realidad para poder comenzar a gestionar primero el día a día y después el futuro regreso.

El futuro regreso no será al punto exacto donde se detuvo todo. Es imposible de hecho. El regreso es dicho así de manera errónea, porque será simple y llanamente un comienzo. El comienzo conlleva superar una enorme crisis. Tras la crisis inicial vendrán otras tres, pero más adelante hablaremos sobre el impacto económico, social y cultural.

Asumir el hecho y después su posibles consecuencias supone prepararse para lo incierto. ¿Cómo es posible estar listos para algo que no se conoce? Esa fase se responderá después del gran momento de silencio, me gustaría hacer hincapié en esta fase. La carga emocional e informativa llevada entre cuatro paredes hará que todos acabemos aleatoriamente sumidos en periodos silenciosos. Es un periodo similar al del duelo necesario para la reflexión y aceptación. Para algunos durará más que otros y no hay receta posible para la superación del duelo. Requiere de uno mismo y en la verdad verdadera estamos francamente solos. Estando solos siempre seremos más débiles pero, lamentablemente, sí existe ese lugar emocional que únicamente habitamos de uno en uno. Debemos pensar en cómo sobreponernos desde dentro y poner todo nuestro esfuerzo en la superación colectiva de la sociedad.

Insisto en la necesidad de aceptar y combatir el duelo, en la unión necesaria como especie, en trabajar unidos y, sobre todo, en valorar el esfuerzo y sacrificio de otros.


Mensajes y respuestas

Recibo dos anónimos y confieso que no me gusta nada el anonimato, pero forma parte de este mundo protegido entre píxeles. El primer mensaje asegura que debería de dejar de asustar y criticar a la gente porque todo saldrá bien, no es muy largo de hecho son tres líneas donde parece que su teclado carecía de tildes y fundamento, y otro mucho más largo que confecciona un mensaje esperanzador, quitando alguna corrección gramatical y el uso injustificado de mayúsculas voy a poner el email al completo sin alterar su mensaje. Lo cierto es que me emociona el debate. Resulta que mis palabras asustan y me cuesta comprender el porqué de ese efecto. Por otro lado crea esperanza y el sentimiento de cohesión social y unión de nuestras fuerzas. En realidad no quería fomentar ni lo uno ni lo otro, simplemente intentar ser realista y hacer uso de la lógica, no creo mucho en infundir miedo y menos aún en la esperanza ciega tan temprana.

Copio y pego:

Confrontaciones universales y unidireccionales

Démosle una visión externa a todo esto, como si pudiésemos observar en tercera persona lo que ahora estamos viviendo. Imaginemos una visión aérea e inerte de sentimientos y analicemos: Un tal SARS-Cov-2 ha conseguido poner a toda la humanidad en un mismo bando, así es, toda la humanidad lucha en la medida de lo posible contra el dichoso virus. No conozco ningún hecho que nos ponga a todos del mismo lado de la batalla. No me refiero a que los actos de los distintos individuos tengan semejanza, pero sí podemos afirmar que llevan una misma directriz. Por más que le doy vueltas no consigo asemejar este tipo de catástrofe a ninguna otra, como ya sabemos, sin cuerpo hospedador el virus no puede desarrollar su actividad ni su propagación, luego podemos considerarnos cómplices necesarios e indispensables de esta desgracia. El hombre está siendo el único, necesario e indispensable cómplice del ataque hacia su propia especie, hecho que ha valido para dejar a un lado todas nuestras discordancias que algún día parecieron importantes y unirnos formando un Todo que rema con el mismo objetivo, sin importar los intereses individuales y aflorando aquel sentimiento de empatía que algún día sustituimos por la ambición o la necesidad absurda de la búsqueda del éxito personal. La gran pregunta, ¿actuamos así por empatía o por miedo? Quiero pensar que el mal ajeno nos conmueve, pero dudo que sin el miedo de ver el peligro tan cercano actuaríamos como lo estamos haciendo. Propongámonos algo, continuemos mirando por nuestros compañeros, cuando todo esto se acabe sigamos tendiéndole una mano a nuestro vecino, quizás él haya perdido un ser querido, o quizás haya tenido que cerrar su negocio o simplemente lleva en casa unos ochenta días sin relacionarse con nadie y necesite un abrazo. Lo duro será recuperarse de todo. ¡Estemos unidos! Aprendamos de todo; saquémosle provecho a esta situación también. Veamos al ser humano como un estado colectivo en el que todos aportamos algo, en vez de considerarlo un conjunto competitivo. Saludos. Anónimo.

Lo cierto es que es difícil considerar esta situación como algo que abarque la competitividad, pero comprendo el mensaje de unidad y lo respaldo en su totalidad. No se puede funcionar de otra manera.

Recibo un mensaje de Cecilia Luengo, desde Valencia. Directamente me pregunta cómo es posible que existan personas que continúen saltándose la cuarentena, y la respuesta puede ser muy amplia. Partimos de la base de una privación de libertad, utilizo como ejemplo la Ley seca de 1920, cuando surgió una enorme fabricación y venta clandestina durante más de una década. Se continuó fabricando, comercializando y evidentemente consumiendo hasta que la ley fue derogada. Los motivos principales para saltarse la cuarentena se simplifican en el desequilibrio emocional justificado, todo lo que abarca el aspecto sentimental, el sexo y el consumo de drogas. Además de la falta de preparación del ser humano para la soledad y el aislamiento. Es curioso la contradicción que surge entre una especie motivada por el falso individualismo cuando en realidad estamos hechos para convivir en sociedad.

Salir de casa para cuidar a un familiar dependiente no es saltarse la cuarentena, visitar a tu pareja sí lo es. Y lo entiendo, a mí también me gustaría poder ver a las personas que quiero, aunque hacerlo no lo defiendo en absoluto. Sentimentalismo, sexo y drogas. El desequilibrio emocional es algo que abarca esos tres puntos, se produce inicialmente por la ansiedad que genera el estar encerrados, desde la madre que convive con sus hijos en un piso pequeño, hasta el que consumía drogas habitualmente y se va quedando sin recursos en su casa, además de que las Apps de ligoteo fácil continúan funcionando. Me impresiona recibir el mensaje de algunos conocidos diciendo que están en su época sexual más prolífera. Pienso en toda la subtrama que hay debajo de esta historia y que no vemos. Me mandan por WhatsApp la noticia de una orgía interceptada por los Mossos d’Esquadra en Barcelona durante la cuarentena. No es algo generalizado, pero sirve como ejemplo de cómo el ser humano antepone sus necesidades físicas a la coherencia y el civismo.

Ahora me gustaría continuar por el periodo de silencio.

Periodo de silencio

Hacía once años que no veía la televisión. Pero decidí conectar las noticias en directo a mi ordenador cuando vi en el móvil el vídeo de un médico cayéndose exhausto, sin llegar a tiempo a su coche y rompiéndose los dientes contra el suelo al desplomarse de agotamiento. Llevaba dos semanas batallando en el hospital con enfermos de un nuevo virus en China. Leo el término pandemia en Google vinculado a un artículo sobre lo que sucede en ese país. En ese momento comenzó para mí el virus. Y me gustaría escribir sobre el periodo de silencio y pasar directamente a resaltar la increíble labor que están realizando nuestros trabajadores sanitarios.

El silencio posee dos caminos, el de la luz y el de la oscuridad.

El desbordamiento informativo conlleva a la saturación mental, obviamente, y tras tal colapso se llega al silencio. El silencio es un momento obligado de reflexión o, dicho de otra manera, es cuando debemos gestionar nuestros pensamientos. La gestión del pensamiento durante el confinamiento se bifurca en dos caminos, el de la actividad neutral y pasiva, o el de la productividad. Es fácil ceder al desconcierto que produce el colapso indefinido, desconocemos cómo actuar ante él, desconocemos cómo ser nosotros, desconocemos cómo todo.

Por otro lado, tenemos a los que ven la oportunidad en cualquier inhóspito lugar, o cuanto menos no se quedan quietos ni en una jaula. El periodo de silencio se sucede poco después del gran colapso, y requiere indudablemente de acabar por silenciarlo. No me refiero a que se dé la espalda o se mire fríamente hacia otro lado, es algo natural. Como que también colapsamos nosotros por dentro. Demasiadas cifras, demasiadas noticias, demasiados grupos, demasiadas conversaciones sobre lo mismo, demasiada información, desbordamiento, cataclismo, conmoción. Colapso. Silencio. Una vez superado el periodo de silencio y haber elegido uno de sus dos caminos, el ser humano retoma de manera más pausada y eficaz la ingesta de información sobre la Pandemia, planea a su lado y convive equilibradamente. Es consciente de la maldita catástrofe. Y aguarda por un final lo antes posible.

Aguardamos.

Cuando los dos caminos divergen del silencio, el estado mental se transforma y empieza a activarse. Ya sea en el modo cojín o en el modo productivo, comienza a darse cuenta del terrible golpe. Únicamente cuando se es consciente del impacto, es posible de verdad empezar a pensar en sus consecuencias. Ahora lo que se avecina es la primera de las tres crisis.

Hablo con mi mejor amigo, Javi, le digo que estoy atravesando el periodo de silencio que quiero llevarlo más allá y volver a hacer voto durante un tiempo, me regaña a su manera, nunca de malas, me recuerda que ahora mi familia y mis amigos no pueden saber de mí salvo por una pantalla, le reto diciéndole que no es tan distinto a como era antes debido a la distancia, me advierte que quizás antes no tuvieran motivos pero ahora todo el mundo está preocupado por todo el mundo. Rechazo por completo la idea de cumplir el voto de silencio y me presto a hacer lo correcto, incluyo en mi rutina seguir generando contenido y estar disponible para cenar en FaceTime, tomar una caña en FaceTime, jugar al Party en FaceTime, hablar de la curva de crecimiento exponencial en FaceTime. Acabar saturada del FaceTime. Colapso en FaceTime.

Javi es una persona sumamente optimista, no se conoce a otro Javi más en una misma vida, escasean. Esta tarde recibo su email para colaborar aquí, en Níveo, compartiendo su experiencia durante la cuarentena. Copio y pego:

La cuarentena la llevo bastante bien, para ser sincero. Pero convivo con mis padres que son personas mayores y tengo que tener especial atención en todos los detalles del confinamiento. Mi madre, aún siendo la negatividad personificada por aquello de su generación (Nacidas Para Sufrir) y tal, por fin ha comprendido que no puede ir todos los días a hacer la compra… y que, si lo hace, debe ir lo más protegida posible. Lo que sigo aún pendiente es por convencerle que tengo que ser yo el encargado de los 'mandaos' o incluso hacerlo online. Pero se niega. Y la entiendo. Pero no. Ahí seguimos. Por otra parte animo muchísimo a tener una rutina flexible y muy versátil. Estoy empezando a hartarme de los falsos gurús, de las videollamadas impuestas y la obligación de ser productivo. Let Me Be FREE, My Friend. Mucho ánimo y amor para todos. Ya queda menos :) Pd. Os invito a ver este vídeo de Alejandra Martínez de Miguel que acabo de ver y me parece maravilloso: https://youtu.be/71xkF3AyvPo

Experimentamos una nueva rutina que no excluye a nadie. Las rutinas en los comportamientos dentro del núcleo familiar demuestran a su vez el rol del individuo.

Recuerdo algo que leí de Elsa Punset donde hablaba precisamente sobre los roles. Lo cierto es que todos tenemos un rol en nuestro núcleo familiar que interpretamos continuamente. Pero no solo se centra ahí, la mayoría de las personas cumple uno distinto dependiendo del entorno en el que se encuentren; podemos ser una única persona y representar roles diferentes, pero siempre es el mismo cada vez que se regresa a un dominio determinado. Y además es complicadísimo cambiar un rol, por ejemplo, la hija caótica, la amiga graciosa, la profesional seria, la hermana pasota, la novia formal… Algunas personas, sin embargo, utilizamos un único e idéntico rol para todos los núcleos, somos idénticos independientemente del entorno y nos comportamos exactamente igual.

En el caso de la cuarentena los roles asumidos son fomentados en un principio, pero llega un momento en la convivencia que los roles asignados desde siempre se levantan y despegan de nosotros como la serpiente mudando la piel, entonces mostramos la mezcla de todos los roles a la vez, unificados y en la faceta más pura de nuestro ser y nuestro comportamiento. Tal vez sea el momento de conocer a los que conviven con nosotros en ese rol unificado, puede que nos sorprendan. Dado que las personas generalmente nos movemos en una zona de confort, lineal, asegurada, rutinaria… esta situación que nos saca de pleno de nuestro escondite también nos obliga a habitar un lugar desconocido, aunque sea nuestra casa de toda la vida, debemos gestionar cómo nos presentamos ante tal hecho y lo sobrellevamos sin perder la cabeza. Puede que sea interesante, dado lo inesperado, probar algo nuevo. Claro que, hay personas que se aferran a un único rol y no son capaces de aprender nada nuevo.

El primer humano

Hemos superado las dos semanas de cuarentena, ni la tregua ni mucho menos el final andan cerca. Pienso bastante en cómo será el regreso, lo percibo triste pero cargado de emociones, progresivamente lento, con muchas pautas, normas que se irán apaciguando como las llamas de la chimenea cuando empiezas a quedarte dormida. A paulatino paso y sin poder celebrar con vehemencia todo aquello que ahora nos come por dentro. La victoria. ¿Victoria? No existe una victoria cuando hay víctimas y héroes obligados a dar su vida por los demás, con el mismo miedo y la misma decisión que los liquidadores tuvieron en Chernóbil. En el regreso, supongo, procederán a permitir desplazamientos pero en un régimen similar al del confinamiento. Después, si llegasen los verdaderos test para detectar el virus habría que hacer la prueba a todos los habitantes, permitir el libre albedrío algo limitado de los que dan negativo, esperar a los que están por llegar muy despacio reactivando nuestra vida social, económica y cultural. Será un avance ralentizado. En la espera nuestros cuerpos se encogerán como en una estación espacial orbitando alrededor de un planeta que habitamos pero que no podemos disfrutar. Disfrutar sin connotaciones negativas, por supuesto. En el mejor de sus sentidos. Lo hará el verdaderamente nuevo humano, me refiero.

Juego con los árboles mientras reflexiono, me rodean tres colinas arboladas de ocre y siena tostada, así se precede esta tierra a la primavera, dorada cuando el sol de la tarde muere. Tierra de Treviso ardiendo ante mis ojos, mientras los corzos juegan a esconderse del mastín blanco, que despunta en las montañas de esqueletos de castaño como un montículo de nieve en movimiento. No hay un alma en kilómetros a la redonda. Si miro atrás encuentro mi casa, si lo hago hacia el bosque descubro lo mismo hasta el horizonte. Me siento como en “Aparición en el bosque” de Moritz von Schwind.

Trepo, salto. Subo, bajo. Los corzos continúan realizando su zigzag y creando un círculo donde yo soy el centro. Me acabo sentando sobre el cadáver cortado de un árbol, permanece ahí aferrándose a la tierra aunque sus raíces ya están muertas, elevándose inútil como el recuerdo de lo que pudo ser y jamás será. Me doy cuenta que mi corazón está cortado también, ahí, aferrándose igualmente a mi cuerpo aunque parece no latir. Reconozco al momento que la privación del contacto humano me consume. Lo que más echo de menos es amar. Noto mis entrañas retorcerse como un gusano extraído de la arena. Admito temer mucho a los fantasmas que aparecen cuando no puedo amar. Me subyugan. Soy consciente de mi fragilidad cuando me privan del olor y el tacto.

Permanezco sentada sobre los anillos del tronco durante tanto tiempo que la tenuidad oscura me alcanza, desconozco el paradero de los corzos y el mastín pero puedo escuchar sus pisadas al trote sobre el manto de hojas secas y ramitas en distintos puntos a decenas de metros de distancia, giran en el sentido opuesto a las agujas del reloj. En un momento dado, un corzo adulto salta y se coloca justo a mi lado a una longitud de dos metros. Giro la cabeza y le miro. Él parece haberme visto también. Mantenemos la mirada mientras el can galopa por el otro lado sin percatarse de su presencia. El corzo elige permanecer en ese lugar antes que arriesgarse a ser visto. No parece importunarle mi presencia. Y yo no puedo evitar sonreír.

Algo acaba sobresaltando al corzo que le obliga a la estampida, y no es ni por el mastín blanco ni por mí. La consecuencia del susto es un nuevo participante en la carrera, una especie de golden retriever mezclado con otra raza que desconozco pero que le originó genéticamente paticorto. Aparenta nerviosismo y emoción, parece sumamente contento de habernos encontrado. Pronto los corzos desaparecen en la lejanía y el mastín blanco repara en su nuevo compañero de juego. No veo en él ni insignia ni collar alguno, se identifica como un perro libre. Miro a mi alrededor en acto reflejo esperando a que aparezca un humano pero nadie lo hace. Ambos canes juegan entre saltos, carreras y frenadas en seco para hacer su reverencia en una danza casi programada. Les observo atónita, igualmente me contagian de su euforia. Trepo al árbol más cercano y de nuevo adopto la postura sosegada de los tordos para contemplar la escena desde la altura. Noto las suelas descalzas de mis pies amoldándose a los relieves que proporciona la corteza del árbol En ese instante me siento afortunada y triste al mismo tiempo, algo tan bello en tal momento como atribulado. Ojalá y toda esta magia que existe en el bosque pudiera ser compartida.

En un momento dado, escucho en la lejanía una voz de hombre gritando el nombre de Daffy. Doy por sentado que es el dueño del golden. Poco a poco se aproxima dando voces pero el perro no parece importunarse, continúa solazándose junto al mastín blanco. Es absolutamente recíproco.

Le devuelvo la llamada con un alargado “¡está aquí!”. El extraño se silencia y se aproxima lentamente. Puedo descubrirle entre la anatomía de la foresta con unas deportivas, una especie de pantalón de baloncesto color negro y una camiseta blanca de manga corta. No parece haberme visto todavía. Me agacho para dejarme caer agarrándome con las manos a la rama que me servía de mirador y desciendo sobre el estrato como el que pisa unos nachos. Intuyo en su gesto la misma actitud que pudo tener un colonizador al encontrarse de sopetón con un primer indígena. Durante unos segundos nuestra representación supone la de dos estatuas enfrentadas. Mi cabeza no procesa la extrañez de semejante situación, imagino que la suya tampoco. Ninguno llevamos mascarilla, ni guantes, ni nada que nos recuerde que estamos viviendo la pandemia de nuestro tiempo. Le saludo tímidamente mientras se generan pensamientos contradictorios de emoción, inseguridad y alegría.

Nos presentamos sin desclavar los pies del suelo que nos acoge, a la misma distancia el uno del otro idéntica a la que mantuvo el corzo cuando se escondió a mi lado. Se llama Jairo. Vive al otro lado de la montaña, a unos cuatro kilómetros de donde nos encontramos. Jairo me supera vagamente en altura, tiene el gesto de un pícaro, una ceja cortada adrede por la mitad, no alcanza la treintena y es algo parco en palabras, dudo que sea su actitud real. De todas formas puedo sentir su fragilidad también. Anda tan perdido como yo. Como todos. Descolocados.

Giramos sobre un eje imaginario manteniendo la distancia del corzo mientras, al final, le invito a sentarse, al fin y al cabo, está en mis tierras. Los restos de un árbol caído nos sirven de separador imaginario, como la red de una cancha de tenis o esos cristales de las cárceles que mantienen a un lado y al otro a presos y visitantes sujetando el auricular de un teléfono. Nos acomodamos en el suelo mientras los perros continúan en su juego. Continuamos hablando hasta que el sol, finalmente, se desvanece por completo aunque el cielo continúa ambarino sobre las copas de los árboles, entrecortado por los marcos angulosos de sus ramas.

Apenas mencionamos el término pandemia, dos ocasiones si acaso y entre dientes, tampoco se habló mucho del tema, me resulta muy interesante esta reacción. Creo que Jairo está en su periodo silencioso. Yo también. Veo en él el futuro de los hombres y mujeres, su desconcierto. Puedo palpar que ya está cansado y no hemos hecho más que empezar la guerra. Me pregunta “¿qué hacías antes de todo esto?”, le miento y le digo que trabajo en una gestoría, no me apetece entrar en detalles. Me impacta el hecho de que ya existe un antes siendo tan temprano, le presto una atención especial a cómo se comunica conmigo, las palabras que utiliza y la forma de ordenar sus frases. ¿Qué éramos antes de la pandemia? ¿Qué somos en este preciso instante? Debemos destacar que la ruptura con la línea temporal ha sido colosal, nos ha trastocado a todos. Los futuros eran planes escritos en notas pegadas de un corcho que ahora caen como las hojas de las nubes, y lo mejor de todo es que ya no importa. Me he dado cuenta hablando con Jairo que ahora moramos una especie de limbo, aunque cuando todo termine tendremos el cabello más largo y vamos a salir de nuestras casas guiñando los ojos como los mineros al salir de la tierra.

Preguntándonos:

“Y ahora qué.”

Una hora y poco después, cuando apenas nos reconocemos silueteados en la sombra, nos despedimos como nunca antes habría hecho. Y dándonos la espalda retomando el rumbo a nuestras casas decidí que no volvería hasta tan lejos en el bosque.


Situación sanitaria

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